Publicado en SERVINDI, 20/07/2009
Aunque los indígenas sufren problemas crecientes de escasez de recursos debido a la degradación del hábitat, en justicia no se los puede catalogar de pobres, pues disfrutan de una relativamente buena calidad de vida.
A raíz de la protesta indígena y de los sangrientos sucesos de Bagua, todo el mundo habla hoy de los pueblos indígenas, de su desarrollo y de su vida. Quien más quien menos pontifica sobre lo que es o debe ser bueno para la Amazonía y para los indígenas, que algunos han calificado -de la forma más racista y etnocéntrica- poco menos que como salvajes desarrapados. Los más benevolentes los han calificado de pobres de misericordia, casi mendigos dignos de compasión. Ambas son visiones sesgadas e ideologizadas -y por tanto esencialmente falsas- de la realidad indígena.
En estas últimas semanas he tenido oportunidad de participar, como relator, en la mesa que justamente está trabajando el plan de desarrollo concertado para los pueblos indígenas amazónicos, en el marco del Grupo Nacional de diálogo instituido por el Gobierno y las organizaciones indígenas. Las largas horas de trabajo e interacción con dirigentes de todos los rincones de la Amazonía peruana, junto con los muchos años que llevo visitando comunidades amazónicas, me han permitido percibir, en cierto modo, lo que piensan algunos indígenas sobre su problemática, sobre sus aspiraciones de desarrollo, y sobre el reciente conflicto, que por cierto no es sólo con el Gobierno actual, sino con un modelo económico, un modo de vida y un progreso que no consideran suyos.
No cabe duda de que, de acuerdo con los estándares y criterios economicistas de las sociedades capitalistas, los pueblos indígenas están dentro de la categoría de pobres e incluso pobres extremos, porque sus ingresos no suelen superar el dólar diario per cápita. Sin embargo, esta categorización sólo tiene en cuenta ingresos económicos y el acceso a servicios considerados básicos por la civilización occidental (como agua potable, luz eléctrica, salud, educación escolarizada).
Es necesario, no obstante, ver su realidad desde otra perspectiva. En el entorno en el que vivieron por milenios, los indígenas tenían todas las necesidades básicas satisfechas (y la luz eléctrica no era necesaria porque aprovechaban eficientemente las horas de luz): agua limpia a discreción, salud y educación indígenas, adecuadas a su realidad, alimentos y otros recursos básicos en abundancia, un entorno natural y social acogedor e inclusivo y, sobre todo, libertad, ese privilegio del que carecen hasta los que se consideran más ricos y afortunados en las sociedades occidentales.
Todo esto es mucho decir, si lo comparamos con el nivel de acceso a bienes y servicios de un típico “pobre” de un barrio urbano, y sobre todo si lo comparamos con la realidad del entorno social y ambiental de los indígenas. Aunque las sociedades amazónicas están cambiando radicalmente en las últimas décadas, con la paulatina integración a la economía de mercado y a la sociedad nacional, el crecimiento de la población y la presión creciente sobre sus recursos naturales, se puede decir que es totalmente injusto calificar a los indígenas como pobres; tan injusto como lo es calificarlos de ignorantes, porque en conocimientos sobre su entorno y habilidades para manejarlo son auténticos sabios.
“Calidad de vida” versus “nivel de vida”
Si se valorase a las sociedades indígenas no en términos de “nivel de vida” (valorado por el acceso a los bienes y servicios occidentales) sino en términos de “calidad de vida”, es decir, de acuerdo con estándares de lo que las sociedades indígenas consideran como satisfactorio para ellos, en concordancia con las necesidades y aspiraciones que ellos mismos juzgan como prioritarias, seguramente tendríamos que reconocer que, en realidad, son bastante ricos, al menos en comparación con algunos sectores urbanos o urbano marginales.
Viene a cuento de esto la experiencia de Andrés Nuningo indígena Wampis que llegó a ser Presidente del Consejo Aguaruna y Huambisa y, luego, Alcalde del Municipio de Río Santiago, en la Región Amazonas. En uno de sus viajes a Lima fotografió a algunas personas obligadas por la miseria a buscar comida en los basurales. Con estas fotos advirtió a sus paisanos: “Miren el desarrollo. Este era antes un comunero”.
Nuningo describe una interesante visión del desarrollo desde la perspectiva indígena, a raíz de ciertos cambios que sufrió su comunidad:
“En mi tierra yo me levantaba tranquilo por la mañana. No tenía que preocuparme de ropa porque mi casa estaba aislada, rodeada de mis chacras y del monte. Con toda paz me quedaba mirando la naturaleza inmensa del río Santiago, mientras mi señora preparaba el fuego. Me refrescaba en el río y salía con la canoa a dar una vuelta para traer algunos cunchis o tarrafear unas mojarras, todavía con las primeras luces. Sin preocuparme de la hora, regresaba. Mi señora me recibía contenta; preparaba los pescados y me daba mi cuñushca, mientras me calentaba junto al fuego. Conversábamos mi señora, mis hijos y yo hasta que la conversación se acababa. Después ella se iba a la chacra y yo, con mi hijo varón, al monte.
Andando por el monte enseñaba a mi hijo cómo es la naturaleza, nuestra historia, todo según mi gusto y las enseñanzas de nuestros antepasados. Cazábamos y regresábamos contentos con la carne del monte. Mi señora me recibía feliz, recién bañada y peinada, con su tarache nuevo. Comíamos hasta quedar satisfechos. Si quería descansaba, si no visitaba a los vecinos y hacía mis artesanías; luego llegaban mis parientes y tomábamos masato, contábamos anécdotas y, si la cosa se ponía bien, terminábamos bailando toda la noche.
Ahora, con el desarrollo, la cosa cambia. Hay horas por la mañana para el trabajo. Trabajamos los cultivos de arroz hasta tarde y volvemos a la casa sin nada. La señora, tremenda cara larga; con las justas me pone un plato de yuca con sal. Casi no hablamos. Mi hijo va a la escuela a que le enseñen cosas de Lima. Luego de cosechar, son mil peleas para cobrar una miseria. Todo va para el camionero y para los comerciantes.
Apenas llevo a mi casa unas latitas de atún, unos fideos y, lo peor, es que con esta clase de agricultura se nos va terminando el terreno comunal y pronto no quedará nada. Ya veo a todos mis paisanos rebuscando en los basurales de Lima”.
A algunos les sonará conocido ese modelo de desarrollo de monocultivos y demás negocios que ciertos desarrollistas quieren impulsar en la selva para llevar el progreso a los atrasados indígenas… Con el agravante de que su modelo incluye a los grandes inversionistas, para los que un día terminarían por trabajar como peones los hoy autónomos indígenas. Ese “desarrollo” es, precisamente, el que combatieron los indígenas en sus sonadas protestas de los meses pasados.
Cuestión de perspectiva
Sé que algunos sacarán la cantaleta de que “si tan bien crees que viven, por qué no vas a vivir con ellos”. Bueno, la verdad es que he vivido cinco años entre indígenas, en los ríos Tigre y Corrientes, cerca de la frontera con Ecuador, y en las dos últimas décadas he tenido la oportunidad de convivir por periodos cortos, y visitar, a cientos de comunidades amazónicas, indígenas y ribereñas. Sin embargo, reconozco que no me he acostumbrado a la vida en la selva, porque siendo un hijo de la sociedad occidental, no puedo dejar de echar de menos ciertas comodidades a las que uno se acostumbra, de niño o de viejo: luz eléctrica, agua corriente, refrigeradora, internet, ciertos antojos alimenticios… Del mismo modo que mis amigos indígenas echan de menos su masato, su inguiri y su pango cuando vienen a Lima, y por supuesto, el verdor y la paz de la selva (me lo han dicho varios de ellos).
Lo que para un citadino parecería insoportable o súper incómodo, no lo es para quienes viven acostumbrados a ello: tener que bañarse o lavar la ropa en el río todos los días, cargar el agua de la quebrada para cocinar, despertarse con el alba para aprovechar la luz del día, hacer las “necesidades” en el monte, o andar matando zancudos o tábanos a cada rato, puede parecer penoso para un citadino, pero en absoluto lo es para quienes viven así desde tiempos inmemoriales. Más bien, para un indígena resultaría insoportable tener que pasar todos los días dos o tres horas en un micro o en un carro, escuchando bulla, oliendo el humor de gentes extrañas, y respirando aire contaminado; o trabajar ocho horas seguidas con un jefe gritón en un trabajo monótono y alienante…
Para algunos puede resultar casi incomprensible que haya gente que prefiera vivir en la selva así. Por supuesto que los indígenas aspiran a tener ciertas comodidades y adelantos del desarrollo (como luz eléctrica y televisión, agua potable), pero pienso que no lo quieren a toda costa, ni quieren el falso desarrollo del consumismo barato, el de la sociedad neoliberal; la mayoría ama su libertad, su modo de vida, acorde con su cosmovisión, como suelen decir ahora, y no estarían dispuestos renunciar a ello por tener lo que otros consideran comodidades básicas, que para ellos no lo son tanto.
En un reciente artículo en El Comercio, el escribidor-analista Vargas Llosa parece tener esa visión del citadino para el que es incomprensible que alguien prefiera seguir comiendo pescado asado o pucacunga en su chacra sin luz, en vez de pollo de granja y grated de sardinas en una ciudad, o en un barrio de peones al lado de una mina o una plantación. No me cabe ninguna duda de que muchas de esos indígenas que algunos quizás compadecen por estar vestidos en ropas occidentales ajadas viven una vida familiar y personal más plena y equilibrada, y son más felices en definitiva, que muchos de los que se creen superiores desde sus míseras vidas pequeño burguesas, muchas veces envueltos en la tremenda soledad y miseria espiritual a las que conduce el individualismo competitivo de la sociedad occidental, donde el otro ya no es un “hermano”, sino un enemigo: homo hominis lupus.
¿Murió o fue herido algún pariente tuyo en Bagua? Le pregunté a Never, un amigo Awajún pocos días después del enfrentamiento con la policía. “Sí. En nuestro pueblo todos somos parientes, hermanos”, me contestó con cara de dolor. Ese sentido de hermandad, de pertenencia a un grupo que lo acoge, que lo aprecia tal como es, es parte esencial de la vida del ser humano, y es una de las mayores carencias de las urbes deshumanizadas de los tiempos modernos.
La baja ocurrencia entre los indígenas de dolencias modernas como el estrés, la depresión y la angustia -tan comunes en sociedades desarrolladas- son indicadores de lo que estamos diciendo.
Como decía un dirigente en una de las reuniones del Grupo Nacional para los Pueblos Indígenas, el que no coman tallarín o beban coca cola no quiere decir que vivan en la miseria. En términos realmente humanos, de satisfacción de las necesidades no sólo materiales sino espirituales, sociales y emocionales, pienso que los pueblos indígenas amazónicos están, en general, mejor que muchas de las personas que viven aquejadas de lacras familiares y sociales típicas de la marginación, el desarraigo y la tugurización de la periferia de las ciudades.
Si los pueblos indígenas llegan a superar sus problemas de desnutrición (debida en buena medida a la sobre explotación de los recursos faunísticos y pesqueros) y de falta de ingresos económicos para adquirir algunos bienes occidentales, y logran manejar y dar valor agregado a los recursos que todavía abundan en sus territorios, no dudo que podrán llegar a lograr un desarrollo humano más integral, armónico y sostenible -ambiental, social y económicamente-, ése que sigue siendo tan elusivo para las sociedades citadinas. Por el momento, son depositarios y guardianes de buena parte del riquísimo tesoro de la selva amazónica, y si el Mundo fuese un lugar más justo y decente, les pagaría generosamente por los servicios ambientales que prestan los bosques que ellos manejan desde hace milenios, los que también guardan tesoros genéticos invalorables para la humanidad.
Ricos sin riqueza
El investigador inglés Alfred R. Wallace, famoso por ser codescubridor con Darwin de la teoría de la evolución, visitó a mediados del siglo XIX la Amazonía brasileña. En una de sus obras comparó a los indígenas Maniva, de la zona del Alto Orinoco, viviendo todavía en armonía con su ambiente, antes de la llegada de las terribles olas extractivistas y la corrupción traída por los emigrantes europeos, con la sociedad inglesa en plena época victoriana, llena de prejuicios y rígidas normas de convivencia.
“Hay un pueblo indio. Aquí habité por un tiempo, el único hombre blanco entre quizás doscientas almas vivientes. Llevan una vida pacífica y alegre. Estos hombres semisalvajes, hermosos, de roja piel y negros cabellos, dirigidos por los hijos de Castilla la Vieja (se refiere a los misioneros españoles) mantienen limpio el pueblo y sus casas”.
“¡Qué placer contemplar a esos muchachos desnudos! Los bien formados miembros, la piel rojiza, lisa y brillante. Todos los movimientos llenos de salud y gracia. Y cuando les veo correr, gritar y saltar o nadar y buscar bajo la rápida corriente. O todos con la cabeza descubierta bajo el sol de medio día, reptar acechando, con cerbatana o arco, para cazar aves pequeñas o rápidos y escurridizos peces.
Siento pena de los muchachos ingleses; sus activos miembros constreñidos y estorbados por ropas apretadas, los dedos de los pies distorsionados por el zapatero, las frentes doloridas por pesados sombreros, el cuerpo completo debilitado por el lujo. ¡Pero cuánta pena más me dan las jóvenes doncellas inglesas, la cintura y el pecho confinados por el vil instrumento llamado corsé!”
… Y así pasan sus vidas sencillas estas gentes. Son una raza pacífica, pocos delitos graves. Se conocen entre ellos, no roban ni asesinan, y todas las complicadas villanías del hombre llamado civilizado son desconocidas aquí.(…) Es cierto que las miserias, las penas y las necesidades, la pobreza, los crímenes, los corazones rotos, la intensa agonía mental que conduce a algunos hombres a la autodestrucción, a algunos a exterminar su vida en una celda del manicomio. Las mil maldiciones que el oro trae sobre nosotros, la larga lucha a muerte por los medios de vida…
Todo eso el salvaje ni lo conoce ni lo sufre.(…) ¿Pues no hay encerrados, en nuestras densas ciudades, y esparcidos por nuestros fértiles campos, millones de hombres que llevan una vida inferior, inferior en la salud física y moral, a la de los indios rojizos de esta selva sin caminos? Una vida inferior, buscando ansiosos el oro, cuyos pensamientos, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, son los de cómo conseguir más oro. ¿Qué saben tales hombres de gozos intelectuales? Sólo tienen una alegría: la de conseguir más oro.
Y finaliza el sabio Wallace: “Antes de vivir como uno de ellos, prefiero ser aquí un indio, y vivir contento, pescando, cazando y remando en la canoa. Ver crecer a mis hijos, como jóvenes cervatillos, con salud en el cuerpo y paz en la mente. ¡Rico sin riqueza y feliz sin oro!“.
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* José Álvarez Alonso, es Master en Ciencias, Biólogo de profesión, e Investigador del Instituto de Investigaciones de la Amazonía Peruana (IIAP).
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