Escribe: José Álvarez Alonso (*)
Era a fines de los años 80. El gran naturalista Pekka Soini
vivía casi como un anacoreta en la estación biológica Cahuana, en el curso
medio del Pacaya, al lado de la hermosa tipishca de Cahuana. Estaba dedicado a
investigar la fauna silvestre y a experimentar con la incubación de huevos de
charapa y taricaya en playas artificiales. Lo acompañaba su perrito chusco
Poroto y, por temporadas, su esposa en ese tiempo, María.
Pekka era vegetariano, no porque no le gustase la carne,
sino por una cuestión de principios: no quería matar animales. Y por no matar,
creo que ni zancudo mataba, porque jamás he visto un sitio con más zancudo que
en Cahuana. “Solo como huihuano huiwo”, comentaba risueño Pekka cuando le
molestábamos al verle sacar sus fiambres de granos y menestras…
Recuerdo que esa noche acomodé mi mosquitero en el pasillo
al lado del laboratorio-oficina, ya que el único dormitorio de la estaba
ocupado por Pekka y María; de madrugada me desperté sorprendido de escuchar un
sonido como de motor fuera de borda; me resultó muy extraño, porque el lugar es
muy alejado (no hay poblaciones en el Pacaya, salvo los puestos de vigilancia
de la reserva), y además los guardaparques usaban peque peques. Agucé el oído y
entonces me di cuenta de que no era un motor: era el sonido que hacían los
miles de zancudos pugnando por entrar al mosquitero a acabar con mi sangre. En
la mañana encontré la prueba de sus operaciones nocturnas, pues un brazo que
topó con el mosquitero quedó como coladera por las picaduras.
Conversando con Pekka sobre sus experiencias en ese lejano
puesto, me enteré de una historia increíble: durante la creciente del año
anterior, que había sido muy pronunciada, el agua casi llegó a cubrir el piso
de la estación. Tenían un caminito de tabla que comunicaba el porche con la
balsa donde estaban atracadas las canoas. Una noche Pekka escuchó un débil
aullido seguido de un chapoteo. Se acordó de su perrito Poroto y salió a
llamarlo. Nada, silencio total. Entonces temió lo peor: la anaconda lo podía
haber arrastrado al agua. Ya habían desaparecido varios patos que criaba (no
para comerlos, sino para aprovechar sus huevos). Entró entonces por la linterna
y alumbró a las oscuras aguas a los costados de la pasarela de tabla: y ahí
estaba enroscada, como a un metro de profundidad, una enorme boa negra, hecha
una bola en torno al pobre Poroto. No se veía asomar más que una pata y el rabo
por entre los anillos del animal.
La proverbial mansedumbre de que hacía gala Pekka
desapareció ante el peligro de su querido Poroto: agarró un machete y se lanzó
al agua a picar a la boa para que soltase a su querida mascota. Habría que
escuchar a Pekka contar la historia, que no fue breve, pues la boa no tenía
menos de cinco metros y tenía la cabeza bien protegida entre los anillos.
Contaba cómo cómo el la picaba, macheteaba, pateaba más y más fuerte, y el
machete rebotaba en la gruesa piel del animal. Luego de largos minutos, parece
que el monstruo tuvo suficiente: comenzó a aflojar los anillos y, por fin,
soltó al perro y se alejó hacia las profundidades del río. Pekka sacó a Poroto
del agua hecho un trapo, parecía muerto, aunque en realidad estaba desmayado;
lo puso sobre la balsa y le hizo todo tipo de masajes, hasta respiración boca a
boca. Y volvió en sí, para felicidad de su dueño. Increíblemente no tenía ni un
hueso roto, pero sí su espíritu perruno quedó marcado de por vida…
Cuando yo conocí a Poroto era un perro cariñoso y juguetón,
pero tenía un tic: nunca se separaba ya ni tres metros de su dueño. Pekka me
contó que especialmente era cuidadoso para ir a tomar agua al puerto: ni de
vainas iba solo, podía estar muriéndose de sed, pero esperaba a que Pekka lo
acompañase. Por si acaso… No por gusto reza el viejo proverbio: “Gato escaldado
del agua fría huye”; parafraseando, “perro mordido por boa, de la orilla del
río huye”.
Las anacondas, conocidas en Loreto como “boas negras” o
“boas amarillas” (en realidad, dos formas de la misma especie, Eunectes
murinus) hacen su agosto en abril y mayo, durante la creciente, y especialmente
si esta es excepcional como este año. Se acercan por el agua a los troncos y
bolas de tierra donde se refugian los animales huyendo del agua, y los
sorprenden fácilmente, como al pobre Poroto y otros animales domésticos.
Yo mismo fui testigo de un ataque de una boa, y fue
precisamente en el PV 1 (Puesto de Vigilancia) en la boca del río Pacaya. Era
febrero, la creciente era fuerte, y el puesto estaba rodeado de agua; apenas
quedaba una lengua de tierra que salía hacia debajo de la casa hacia un
costado, donde se amontonaba una decena de gallinas que los guardaparques
cuidaban para “mejoramiento de rancho”. Estábamos conversando animadamente
cuando se escuchó como un grito ahogado. Un guardaparque entonces dijo: “¡P.
madre, otra vez la boa!” Salimos todos corriendo detrás de él. Después de un
rápido recuento confirmaron que faltaba el gallo. Las gallinas se habían
refugiado espantadas debajo del piso del puesto. Buscamos por largo rato en la
tahuampa por donde se había escuchado el grito. Nada, no hubo forma. La sabida
boa se lo levantó y arrastró impunemente por debajo del agua hacia el río.
Contaron entonces que era la tercera o cuarta ave que se llevaba el animal. No
sé si habrán sobrevivido las demás gallinas en los meses subsiguientes.
En estos tiempos de inundaciones las familias ribereñas de
las zonas inundables se las ingenian para armar balsas flotantes para cuidar a
sus animalitos, especialmente gallinas y patos. Excepcionalmente algunos
chanchos y ovejas (conocidas en Loreto como “carneros”). El P. Miguel Ángel
Cadenas informa en uno de sus ilustrativas crónicas (escritas desde las
comunidades alagadas del Marañón) sobre las grandes pérdidas que están
sufriendo las familias entre sus animales domésticos, quizás uno de los pocos
“ahorros” con que cuentan muchos ribereños para afrontar una emergencia.
También hemos visto las fotos enviadas, donde se observa algunas las balsitas
con las gallinas picoteando lo poco que les puedan dar de sus magras reservas
de alimentos.
Algo que deben tener en cuenta los proyectos de desarrollo
que buscan mejorar las condiciones de vida de las poblaciones ribereñas:
sistemas de crianza de aves de corral que prevengan las dañinas pestes y den
seguridad a los animales domésticos en tiempos de creciente. Si bien no se
pueden evitar las crecientes, sí hay que saber adaptarse a ellas.
(*) Biólogo, Investigador del IIAP
(*) Biólogo, Investigador del IIAP
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