En artículos previos expliqué
la relevante presencia de las hormigas en la Amazonía, y narré anécdotas
vividas con varias especies de hormigas. Para quien no los leyó, reitero que
las hormigas, junto con los otros insectos sociales (termitas, avispas y abejas)
representan entre el 75 y el 80% de la biomasa animal de la selva, superando a
todos los mamíferos, aves, reptiles y anfibios juntos, y que se calcula que
pueden llegar hasta representar hasta el 30% de la biomasa animal. Una hectárea
de bosque amazónico puede albergar hasta siete millones de hormigas. Habiendo
hablado del pucacuro, el sitaracuy y el ichichimi, hoy hablaré de los
curuinshis, amados en San Martín, por la delicia del abdomen cargado de huevos
y esperma de sus reinas y zánganos voladores, apodados “siquisapas” = ‘poto
grande’, y odiadas en muchos otros lugares por su avidez devorando el follaje
de los cultivos.
Los curuinshis, conocidos por
los científicos como Atta cephalotes / A. sexdens, y por los no amazónicos con
nombres como hormigas cortadores u “hormigas parasol”, por su costumbre de
cargar enormes pedazos de hojas sobre sus cabezas, son las hortelanas de la
selva. No porque se alimenten de las hojas que cortan, sino porque en una
especie de “huertos” subterráneos cultivan con las hojas masticadas una especie
hongos de los que se alimentan.
Cuando uno se las encuentra en
el bosque resultan hasta simpáticas, una curiosidad del ecosistema amazónico.
Pero cuando les da por entrar en chacras y huertas a buscar follaje, se
convierten en una auténtica maldición, porque no es fácil extirparlas. Quienes
han intentado excavar sus nidos lo han comprobado bien, pues en algunas
colonias las galerías llegan a tener hasta seis metros de profundidad y más de
10 m² de extensión. Sus nidos prominentes se convierten en refugios para muchos
animales en zonas inundables durante las grandes crecientes.
Donde la fauna está más o menos
intacta estas hormigas son bastante raras: he observado que en el alto río
Pucacuro, donde no hay población humana (quizás indígenas en aislamiento
voluntario y en muy bajas densidades), los nidos de curuhinsi son muy escasos.
Y creo que descubrí por qué: una buena parte de ellos mostraban los signos de
la depredación del “yangunturo”, o armadillo gigante (Priodontes maximus), un
animal amenazado por la sobre caza y ausente en zonas cercanas a las
comunidades, donde más ataca el curuinshi. Otro ejemplo más de que el mismo
hombre que maltrata la naturaleza sufre las consecuencias en su misma carne.
Una vez en particular llegué a
maldecir a los curuinshis: estaba haciendo unos estudios en la zona del llamado
“Ojo de Contaya”, en la Sierra del Divisor, alto río Maquía, cerca de la
frontera con Brasil. Con otros dos amigos habíamos acampado en medio del
bosque, y luego de una frugal cena nos metimos en nuestras carpas a descansar.
Como a la media hora, cuando ya estábamos a punto de dormir, comenzamos a notar
un ruido extraño, como un rumor sordo, indefinible.
- ¿Qué es eso? Le pregunté
desde mi carpa al guía, un mestizo de Contamana que sabía de selva más que
muchos doctores.
- Pues no sé, voy a ver,
contestó el contamanino.
Se oyó el ruido del cierre de
la carpa al ser abierto, y luego una serie de imprecaciones irrepetibles: ¡P.
mare! Salgan inmediatamente de las carpas, está todito cundido del curuinshi!
Me apresuré a vestirme, agarré
la linterna y salí: efectivamente, miles de hormigas curuinshi cubrían nuestras
carpas, mochilas, ropa colgada, envases en la tuchpa, todo.
¡Hay que sacarlos antes de que
nos destrocen todo. Con esas muelas nos huequean la carpa ahoritita!, gritó el
contamanino.
En medio de la oscuridad,
apenas alumbrados por nuestras linternas, y entre las ramas y raíces que
rodeaban las carpas, nos pusimos a sacudir hormigas a toallazos como locos.
Pero luego de un cuarto de hora de desigual batalla, nos dimos cuentas que no
disminuían, sino que aumentaban.
- ¡Hay que encontrar el nido,
siguen viniendo más y así no acabaremos nunca! Gritó el contamanino.
Se puso a buscar entre los
arbustos cercanos y, efectivamente, a menos de cuatro metros se encontraba la
base de operaciones de nuestros invasores. Era un“zorrapal”, un montón de
maleza, hojarasca y otros materiales, amontonados en la base de un tronco de
cuyo costado nacían varias lianas.
- Hay que quemarlas, dijo el contamanino.
No hay otra forma de acabarlas.
Juntamos hojas y palos secos en
los alrededores, y comenzamos a prender por varios costados. El fuego ardía
reluctante dada la humedad de los materiales y de la noche misma. Durante más
de dos horas luchamos denodadamente con los invasores. El contamanino libró con
energía el centro del hojarascal, de donde parecían surgir las columnas frescas
de hormigas, y metió fuego más intenso en esa zona.
Por fin, luego de miles de
bajas chamuscadas por el fuego, comenzó la retirada hormiguil. Revisamos en las
tiendas, y efectivamente, las últimas se estaban retirando, parece que
siguiendo órdenes de algún invisible capitán.
Sudorosos, cansados y molestos
nos fuimos finalmente a dormir, jurando no volver jamás a montar un campamento
sin revisar en los alrededores por nidos de curuinshi.
(*) Biólogo, Blogs: pepealvarez.com;pepealvarez.lamula.com