El aguacero en Lima, ni gota de prevención
Autor: Zolezzi, Mario
El cambio climático nos está afectando ya, y como muchos hemos podido leer, uno de los países más perturbados del mundo será el Perú. La explicación es sencilla: tenemos concentrada en nuestro territorio la mayor variedad climática del planeta. Y si los distintos climas se encuentran alterados y lo estarán más, parece razonable suponer que nuestros flancos son muchos más que en otros lugares.
No estamos preparados para enfrentar las diversas dimensiones del cambio climático. La preocupación seria se concentra en el tema agrícola, en los efectos en la pesca, en las sequías en ciertos territorios y el exceso de lluvias en otros. De manera análoga a cuando surgió el terrorismo, ahora son muchos los convencidos de que este es un problema que no les toca, que es algo propio de los campesinos y las zonas rurales; en cualquier caso, ya llegará el momento de una campaña de solidaridad para enviar tarros de atún, leche evaporada y unas frazadas.
Sin embargo, el peligro vinculado a emergencias climáticas en las zonas urbanas a lo largo del país es muy alto y en Lima mayor: durante al menos los últimos veinte años, el Estado ha permitido, y peor aún, alentado, el asentamiento de innumerables barrios en un conjunto de lugares absolutamente inconvenientes, por ser terrenos de alto riesgo. El largo proceso de recortes de competencias municipales para ejercer el control urbano, aunado a la desatención de la creciente demanda de vivienda para las clases populares, entre otros factores, propició la ocupación masiva de las pendientes de los cerros y las quebradas que rodean Lima, por parte de familias pobres. Estos barrios precarios, riesgosos e insalubres, han sido consolidados con la entrega de títulos de propiedad, que lejos de resolver las necesidades de las familias, dificultan la posibilidad de emprender programas (serios) de prevención de desastres y ordenamiento urbano.
Si llueve intensamente en Lima las consecuencias pueden ser graves. Esta es una ciudad en la que la cantidad de lluvia que se soporta es muy escasa: se limita a la garúa, que como rocío matinal humedece las superficies de plantas y calles, creando una sensación de haber sido lluvia pero no es tal, como queda demostrado con el solo dato de la inexistencia de un sistema de alcantarillado para esta extensa ciudad. Ante la eventualidad de lluvias intensas, el problema más serio para la ciudad no es ciertamente la falta de tal sistema en las zonas urbanas consolidadas.
En las partes altas de distritos como Comas, Chorrillos, Villa María del Triunfo y principalmente San Juan de Lurigancho, se han asentado decenas de miles de familias en los bordes de los cursos de quebradas secas y pendientes de los cerros. Las quebradas riesgosas han sido maquilladas, quedando oculto el peligro que encierran, al haberse transformado en vías precarias para vehículos, rutas peatonales, y en algunos casos, hasta por las publicitadas escaleras construidas por la Municipalidad Metropolitana, bien pintadas de amarillo. Las cuestas y desniveles de los cerros han sido aparentemente domeñados, asentándose viviendas sobre terraplenes sostenidos en muros de contención. Muchos de esos muros, sin embargo, son sólo piedras sobrepuestas o “apircadas”, cubiertas con una cara o enlucido de cemento. «Práctica» solución para ganar terreno y construir viviendas ligeras que sólo en unas pocas ocasiones llaman la atención de los medios, las autoridades municipales y la ciudadanía. Me refiero a los casos en los que como resultado de la mala calidad de esta construcción se producen deslizamientos de rocas que destruyen casas o cobran vidas de la terraza inmediatamente inferior.
Quienes vimos o supimos de los efectos desastrosos de las fuertes lluvias ocurridas en Lima hace casi cuarenta años, sabemos qué les espera a las familias asentadas en estos andenes de pobreza urbana. Las quebradas y escaleras serán en muchos casos el curso natural de torrenteras de lodo y rocas que arrasarán a su paso con bienes y vidas. Y muchos muros de contención y terrazas se disolverán, licuando su contenido sobre las viviendas y terrazas inferiores, convirtiendo esos andenes en territorios de terror.
La magnitud del problema es tal que el Estado tendría que tomar medidas de verdad urgentes, como intentar el reasentamiento de miles de familias, cosa que no ha ocurrido nunca antes en Lima. Por el contrario, increíblemente, una de las iniciativas del Ejecutivo ante lo sucedido en Collique es «ver que COFOPRI pueda entregarles títulos de propiedad». Es decir, insistir en el asentamiento de familias en lugares inapropiados. ¿No dice el refrán que es mejor prevenir que lamentar?
Lo que pueda acontecer con las viviendas de varios millones de limeños ante una lluvia de grandes dimensiones son nimiedades si se les compara con el peligro que la prolongación de una llovizna cualquiera representa para decenas de miles de familias muy pobres. En las casas de los menos pobres, ubicados en terrenos más seguros (no necesariamente con viviendas mejor preparadas) se filtrará el agua a través de los techos de caña, lata, cartón o plástico; en otros casos, se inundarán los techos o se humedecerán las paredes. Varias casas centenarias de los viejos barrios se derrumbarán parcialmente. Muchos niños y ancianos enfermarán y las plagas del verano serán más intensas. Es probable, también, que alguna zona del acantilado de la Costa Verde sufra estragos, se inunden vías expresas y pasos a desnivel. Pueden colapsar los sótanos de muchos edificios y producirse atoros descomunales en los desagües de varios distritos. Hasta puede ocurrir alguna desgracia por cortocircuitos. Pero serán los más pobres quienes tendrán que cargar con lo pesado del fardo, pagando la imprevisión y la permisividad de las autoridades con sus escasos bienes y hasta con sus tercermundistas vidas.
No estamos preparados para enfrentar las diversas dimensiones del cambio climático. La preocupación seria se concentra en el tema agrícola, en los efectos en la pesca, en las sequías en ciertos territorios y el exceso de lluvias en otros. De manera análoga a cuando surgió el terrorismo, ahora son muchos los convencidos de que este es un problema que no les toca, que es algo propio de los campesinos y las zonas rurales; en cualquier caso, ya llegará el momento de una campaña de solidaridad para enviar tarros de atún, leche evaporada y unas frazadas.
Sin embargo, el peligro vinculado a emergencias climáticas en las zonas urbanas a lo largo del país es muy alto y en Lima mayor: durante al menos los últimos veinte años, el Estado ha permitido, y peor aún, alentado, el asentamiento de innumerables barrios en un conjunto de lugares absolutamente inconvenientes, por ser terrenos de alto riesgo. El largo proceso de recortes de competencias municipales para ejercer el control urbano, aunado a la desatención de la creciente demanda de vivienda para las clases populares, entre otros factores, propició la ocupación masiva de las pendientes de los cerros y las quebradas que rodean Lima, por parte de familias pobres. Estos barrios precarios, riesgosos e insalubres, han sido consolidados con la entrega de títulos de propiedad, que lejos de resolver las necesidades de las familias, dificultan la posibilidad de emprender programas (serios) de prevención de desastres y ordenamiento urbano.
Si llueve intensamente en Lima las consecuencias pueden ser graves. Esta es una ciudad en la que la cantidad de lluvia que se soporta es muy escasa: se limita a la garúa, que como rocío matinal humedece las superficies de plantas y calles, creando una sensación de haber sido lluvia pero no es tal, como queda demostrado con el solo dato de la inexistencia de un sistema de alcantarillado para esta extensa ciudad. Ante la eventualidad de lluvias intensas, el problema más serio para la ciudad no es ciertamente la falta de tal sistema en las zonas urbanas consolidadas.
En las partes altas de distritos como Comas, Chorrillos, Villa María del Triunfo y principalmente San Juan de Lurigancho, se han asentado decenas de miles de familias en los bordes de los cursos de quebradas secas y pendientes de los cerros. Las quebradas riesgosas han sido maquilladas, quedando oculto el peligro que encierran, al haberse transformado en vías precarias para vehículos, rutas peatonales, y en algunos casos, hasta por las publicitadas escaleras construidas por la Municipalidad Metropolitana, bien pintadas de amarillo. Las cuestas y desniveles de los cerros han sido aparentemente domeñados, asentándose viviendas sobre terraplenes sostenidos en muros de contención. Muchos de esos muros, sin embargo, son sólo piedras sobrepuestas o “apircadas”, cubiertas con una cara o enlucido de cemento. «Práctica» solución para ganar terreno y construir viviendas ligeras que sólo en unas pocas ocasiones llaman la atención de los medios, las autoridades municipales y la ciudadanía. Me refiero a los casos en los que como resultado de la mala calidad de esta construcción se producen deslizamientos de rocas que destruyen casas o cobran vidas de la terraza inmediatamente inferior.
Quienes vimos o supimos de los efectos desastrosos de las fuertes lluvias ocurridas en Lima hace casi cuarenta años, sabemos qué les espera a las familias asentadas en estos andenes de pobreza urbana. Las quebradas y escaleras serán en muchos casos el curso natural de torrenteras de lodo y rocas que arrasarán a su paso con bienes y vidas. Y muchos muros de contención y terrazas se disolverán, licuando su contenido sobre las viviendas y terrazas inferiores, convirtiendo esos andenes en territorios de terror.
La magnitud del problema es tal que el Estado tendría que tomar medidas de verdad urgentes, como intentar el reasentamiento de miles de familias, cosa que no ha ocurrido nunca antes en Lima. Por el contrario, increíblemente, una de las iniciativas del Ejecutivo ante lo sucedido en Collique es «ver que COFOPRI pueda entregarles títulos de propiedad». Es decir, insistir en el asentamiento de familias en lugares inapropiados. ¿No dice el refrán que es mejor prevenir que lamentar?
Lo que pueda acontecer con las viviendas de varios millones de limeños ante una lluvia de grandes dimensiones son nimiedades si se les compara con el peligro que la prolongación de una llovizna cualquiera representa para decenas de miles de familias muy pobres. En las casas de los menos pobres, ubicados en terrenos más seguros (no necesariamente con viviendas mejor preparadas) se filtrará el agua a través de los techos de caña, lata, cartón o plástico; en otros casos, se inundarán los techos o se humedecerán las paredes. Varias casas centenarias de los viejos barrios se derrumbarán parcialmente. Muchos niños y ancianos enfermarán y las plagas del verano serán más intensas. Es probable, también, que alguna zona del acantilado de la Costa Verde sufra estragos, se inunden vías expresas y pasos a desnivel. Pueden colapsar los sótanos de muchos edificios y producirse atoros descomunales en los desagües de varios distritos. Hasta puede ocurrir alguna desgracia por cortocircuitos. Pero serán los más pobres quienes tendrán que cargar con lo pesado del fardo, pagando la imprevisión y la permisividad de las autoridades con sus escasos bienes y hasta con sus tercermundistas vidas.
Algo aparentemente simple, como una ligera alteración del régimen de lluvias, es un ejemplo lamentable de cómo el cambio climático afectará primero y más a los más pobres. ¿Por qué el Estado no hace algo de verdad significativo y desarrolla como política de prevención el reasentamiento de las familias ubicadas en lugares de alto riesgo que son más del 10% de la población en distritos como Villa María del Triunfo y San Juan de Lurigancho? No es «ayuda» lo que requieren esas familias, como equivocadamente transmiten los medios de comunicación. No es un problema «de los pobres». Es un problema de la ciudad. Lo que urge es aplicar una política efectiva de prevención y no limitarse a esperar que no llueva, que no haya terremotos y que Dios sea muy bueno con el Perú y nos tenga compasión.
Es hora de incorporar el riesgo que implican las alteraciones climáticas en la gestión urbana, pues la situación será crítica en varias ciudades del país y en última instancia la responsabilidad es del Estado, de los gobernantes en sus distintos niveles, pues si bien hay una cuota de responsabilidad de las familias que persisten en permanecer en tales lugares, son las autoridades las llamadas a actuar, si no, ¿qué entienden por gobernar un país, una región o una ciudad?
Da la impresión que mientras llueve acá, damnificando a los pobres y excluidos, ellos piensan sólo en la lluvia de millones para unos pocos...
Lima, 4 de enero de 2010
Publicado en: http://www.desco.org.pe/publicaciones.shtml?x=6195
No hay comentarios:
Publicar un comentario