Escribe: José Álvarez Alonso (*)
Mis amigos indígenas insisten en afirmar que la creciente
extrema del Amazonas y sus afluentes tiene sus responsables: “La Yacumama, la
Madre del Río, está molesta”, me dicen. He escuchado muchas historias sobre los
espíritus protectores de la selva, sobre Yacumamas o Purahuas, y Sachamamas,
Shapishicos y Yashingos, y cómo a veces protegen sus dominios cuando sienten
que el hombre los han agredido. Ahí están las cochas “bravas”, donde la
Yacumama hace oscurecer el día, desata la tormenta y embravece el agua cuando
algún irreverente se atreve a hacer pesca o a talar los árboles de la orilla.
Yo mismo he sido testigo de algunas anécdotas en relación con estas creencias.
Si cada cocha, quebrada o río tiene su ‘madre’ en el
imaginario amazónico, y es poderosa, la madre del Amazonas, el Padre de Todos
los Ríos, debe ser algo imponente, monstruoso. Y su furia incontenible se
debería manifestar en proporción. ¿Tendrán razón mis amigos indígenas? El
Amazonas ha hecho aspavientos varias veces en años recientes, y ha mostrado
alteraciones inexplicables en su ciclo hidrológico, incluyendo las grades
sequías de los años 2005 y 2010, intercaladas con crecientes cada vez más
pronunciadas, hasta superar el máximo histórico el presente año.
“Los hombres han maltratado al río, lo han contaminado con
petróleo, mercurio, han talado sus bosques, exterminado sus peces, charapas,
lagartos, por eso la Yacumama, la Madre del Río, está molesta y se sacude”,
afirman los sabios indígenas, recalcando que ellos siguen haciendo lo que han
hecho por siglos sin molestar a las madres del bosque y del agua (cazando,
pescando, haciendo sus chacritas), por lo que los culpables están en otro lado.
Sospecho que los indígenas no andan muy errados.
Curiosamente, la ciencia viene a dar la razón en cierto modo
a los indígenas: la deforestación tiene mucho que ver con las crecientes y las
vaciantes extremas. Claro que hay que añadir otra causa humana a las
mencionadas por los sabios indígenas: el tan mentado calentamiento global,
causado por la emisión salvaje a la atmósfera de gases de efecto invernadero.
Parte de estos provienen de la quema de combustibles fósiles, y otra parte de
la quema de los bosques, por lo que al final volvemos a las mismas: es el
hombre el que está causando los desastres climáticos que están asolando la
Amazonía.
Quien ha estado en el cauce de una quebrada en pleno bosque
primario durante una lluvia intensa, y luego en una quebrada en un área
deforestada, puede notar una dramática diferencia: donde hay bosque intacto
puede estar lloviendo torrencialmente por horas y el nivel del agua crece muy
lentamente, para luego bajar también lentamente, demorando a veces semanas; en
cambio, donde el bosque ha sido arrasado, en pocos minutos la quebrada se
hincha, se llena de barro, y arrasa con todo, para luego de unas horas, quedar
de nuevo casi al nivel que estaba. El bosque actúa como una esponja: el
follaje, las raíces y el mantillo vegetal protegen el suelo de la erosión y
ayudan a absorber el agua y a infiltrarla en el subsuelo, llenando los
acuíferos.
Los habitantes de la
ceja de selva conocen muy bien esto: los huaycos y las crecientes catastróficas
se producen en las cuencas donde las laderas y cuencas altas han sido taladas,
al tiempo que se quedan sin agua en verano.
Son casi 10 millones de hectáreas de bosques arrasadas por
la mano del hombre en las vertientes orientales de los Andes peruanos, y otro
tanto probablemente, o más, en las cabeceras de los ríos en países vecinos. Es
bastante razonable juzgar que sin esa deforestación salvaje los Amazónicos no
hubiésemos sufrido las sequías extremas que hemos sufrido en el 2005 y el 2010,
ni estaríamos sufriendo las crecientes extremas que hoy destruyen las
esperanzas de decenas de miles de personas.
Hace ya más de 30 años, Alwyn Gentry y José López Parodi
publicaron en la prestigiosa revista Science (**) un artículo en el que
atribuían a las cada vez más pronunciadas crecientes a la colmatación del cauce
del Amazonas y sus afluentes por efecto de la deforestación en el piedemonte
andino. ¿Qué dirían hoy estos dos sabios, ya desaparecidos, si supiesen que sus
predicciones de crecientes y vaciantes cada vez más pronunciadas se han
cumplido, y que, contrario a lo que contestaron algunos críticos, el incremento
de las crecientes no se puede explicar simplemente por una variación cíclica
más larga?
¿Qué hacer en la selva baja, si los que más sufren las
inundaciones no son los causantes del cambio climático, ni de la deforestación
en las laderas de los Andes? Primero, adaptarnos: sabemos que estos desastres
van a seguir repitiéndose, y probablemente con más fuerza en las próximas
décadas. Los barrios citadinos en zonas inundables de Iquitos deben ser
reubicados en tierras no inunsbles previa y debidamente urbanizadas). En
segundo lugar, recuperar tecnologías indígenas de manejo de áreas inundables y
preservación de alimentos para las épocas de creciente. Y en tercer lugar,
coordinar con los gobiernos regionales que tienen Ceja de Selva y con el
Gobierno Nacional para que de una vez por todas se enfrente el problema de la
deforestación en cabeceras de cuenca, tan maligna como la minería ilegal.
Debemos proteger los
bosques amazónicos, y especialmente los de las cabeceras de los ríos, como una
salvaguarda y una barrera frente a las amenazas del cambio climático y, quién
sabe, de las iras de la poderosa Purahua del Amazonas y sus consortes los ríos
tributarios, que se mostrarían más amables con los humanos.
(**) Gentry, A.H. & Lopez-Parodi, J. 1980.
Deforestation and increased flooding of the upper Amazon. Science 210:
1354-1356.
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