Escribe: José Álvarez Alonso (*)
La selva amazónica son
hormigas y mosquitos, he escuchado decir a algunos. Sin zancudos, isangos y
hormigas, la selva estaría llena de chinos, dicen otros. Efectivamente, no hay
cosa más ubicua y molesta que estos y otros insectos. En términos de biomasa,
los insectos superan con mucho a todos los vertebrados: sólo los insectos
sociales (hormigas, termitas, avispas y abejas), pese a que son apenas el 2 %
de las 900 000 especies conocidas de insectos, representan entre el 75 y el 80
% de la biomasa animal de la selva, superando con creces a todos los mamíferos,
aves, reptiles y anfibios juntos.
Las hormigas son el
grupo más diverso y abundante. Su biomasa total en la Tierra iguala a la de los
6 000 millones de personas: hay 1.5 millones de hormigas por cada ser humano en
este planeta. Su diversidad es increíble: en un metro cuadrado del suelo del
bosque se ha encontrado hasta 50 especies de hormigas, más que en toda
Inglaterra. Se calcula que las hormigas pueden formar el 15-25 % de la biomasa de los animales terrestres, pero en la
Amazonía pueden llegar hasta representar hasta el 30 % de la biomasa animal.
Una hectárea de bosque amazónico puede albergar hasta siete millones de
hormigas (efectivamente, leyó bien, 7 millones, y no 07, como escriben algunos
ignaros).
Si hay algo omnipresente
en la Amazonía son las hormigas. Aquél que las deteste, mejor se va a la
Antártica, único continente donde están ausentes. Se puede evitar la presencia
de mosquitos con mallas y mosquiteros, pero a las hormigas…. Ni hablar, están en
todas partes. Uno encuentra a veces nidos en los lugares más insospechados:
dentro de un aparato eléctrico, en un zapato descuidado, dentro o debajo de un
libro dejado por unos meses en un estante… Sólo en casa nueva puede que están
ausentes por un tiempo, pero luego de un corto tiempo ya las encuentras en la
cocina, en el baño, en el dormitorio, en todas partes. Y por supuesto, en la
comida: cuando se viaja por la selva, uno tiene que acostumbrarse a su sabor,
porque a veces es imposible evitar que se metan en los alimentos en tal número
que a veces no queda otra que engullirlos con ellas.
Solo el refrigerador las
mantiene a raya de los alimentos. Cuando no lo hay, uno se las tiene que
ingeniar para poner fuera de su alcance el azúcar, el alimento hormiguil
favorito. Cuentan que el P. Balmóriz, secretario del colegio San Agustín de
Iquitos allá por los años 70, que estaba tan harto de encontrar hormigas en el
azucarero que cuando solicitaba el azúcar en la mesa solía decir: “Por favor,
pásame las hormigas”.
Un método muy socorrido
para enfrentar esta formidable fuerza invasora es poner el azucarero en medio
de un plato con agua. Aún este método tiene sus fallas, pues bastan un par de
días para que estas ingeniosas criaturas consigan pasar a través de un pasaje
invisible por encima del agua, y a veces llegan a hazañas increíbles: varias se
amarran en cadena haciendo como puente (usando su flotabilidad por encima de la
película superficial del agua) y el resto pasa por encima.
Uffff,
el pucacuro
En mis largos años
recorriendo ríos, montes y comunidades amazónicas he tenido multitud de
encuentros no tan deseados con diversas especies de hormigas, como sin duda le
ha ocurrido a todo habitante o visitante en la Amazonía. Voy a contar uno que
me ocurrió con el casi invisible pero ardiente pucacuro (Solenopsissp.);
en otra oportunidad contaré mis experiencias con otras especies.
Cuando uno viaja por los
ríos, a veces se tiene que poner la ropa ‘con todo y hormigas’. En esa
selva tan pobre en nutrientes, las hormigas buscan con afán las sales dejadas
por el sudor en la ropa, y uno se las encuentra a veces al ponerse algo que
estuvo colgado aparentemente fuera de su alcance. Recuerdo un caso en
particular: estaba yo visitando la comunidad de San Andrés, en el curso medio
del río Tigre, y me había alojado en el botiquín comunal, una preciosa casita
con lindo cerco de pona, techo de irapay, y barandilla de tronco de huasaí.
Luego de bañarme en la quebrada yo ponía todos los días mi “trusa” a secar en
la barandilla, inconsciente de que estaba plagada de la diminuta hormiga pucacuro.
Un día, cuando me fui a
bañar en la tarde, agarré mi toalla y jabón, me puse el traje de baño y salí
caminando por en medio del pueblo hacia la quebrada. A los 15 o 20 metros
comencé a sentir el ardor de la picadura de estas diablillas en las partes más
vulnerables de un varón; algo así como una quemadura que crece en intensidad a
medida que más y más hormigas se suman al degüello.
Como yo iba caminando
entre la gente (eran como las 5.30 de la tarde, y todo el mundo iba de camino
al puerto a bañarse) me era imposible rascarme y, mucho menos, sacarme el traje
de baño, así que ‘saludando saludando’, sonriendo a la fuerza mientras
sentía derretirse mis atributos, sin poder correr tampoco (me hubiesen
considerado un loco), retorciéndome por dentro y apenas logrando disimular el
insoportable ardor, caminé los últimos 30 o 40 metros más largos de mi vida:
“Buenas tardes, doña Julita”; “así que a sacarse el siso a la quebrada, Don
Mañuco”; “vamos a hacer pesca en la quebrada, don Jesusito”…
Por fin llegué al puerto
y, botando la toalla y el jabón salté como un poseso a la quebrada
Yanayaquillo… Ahhhh, qué alivio, sentir el frescor del agua en mi vulnerados
atributos. Debajo del agua pude rascarme a placer, gesticular como loco
mientras buceaba, al tiempo que el ardor iba bajando poco a poco, y yo
‘craneaba’ conseguirme una lupa y analizar mi ropa antes de ponérmela…
Más hormigas, digo
historias, para otra ocasión.
(*) Biólogo
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